Los Flechas eran las juventudes de Falange Española, fundada por José Antonio Primo de Rivera como partido político en 1933, que en 1934 se unió a la Juntas de Ofensivas Nacional Sindicalistas, fundada por Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, para convertirse en Falange Española y de la JONS.
Otra relevante organización juvenil eran los Pelayos, de la Comunión Tradicionalista Carlista, también conocidos como Requetés.
Durante la Guerra Civil, ambas organizaciones existieron en nuestro pueblo y tenían sus correspondiente sedes, los primeros en la casa que es ahora de la familia Guijarro Rincón y los segundos en la casa que había antes de la que hoy es de la familia Martín Cubero. No existía ninguna rivalidad entre ambas organizaciones, había una conocida familia con cuatro hijos varones, de los que tres eran Pelayos y uno era Flecha. Pero el General Franco, en plena Guerra, el 19 de abril de 1937 y visto la valiosa ayuda que tanto FE, como los Requetés estaban prestando a las fuerzas del Ejército, decretó la Unificación de ambos partidos para crear la Falange Española Tradicionalista y de la Jons.
Entonces fueron llamados Flechas y Pelayos y se adoptó el uniforme azul de los flechas, cambiando el gorro, por la roja boina de los pelayos y usando las banderas de ambas organizaciones junto a la roja y gualda de España. Pero en Higuera, pueblo natal del entonces Secretario del la Comunión Tradicionalista, Don Manuel Fal Conde, se creó un grave problema. Don Manuel, firme en sus ideas carlistas-tradicionalistas no aceptó la Unificación. Aquello no le gustó a Franco y fue perseguido, estando a punto de ser ejecutado, siendo deportado a Portugal y vigilado estrechamente durante años por la policía. Todavía muchos de mi edad recordamos los policías que venían a pasar el verano vigilado a Don Manuel y los que le vigilaban en Sevilla en su casa de la calle Albareda.
La estrecha amistad de años de Don Manuel y mi padre, que era el Jefe Local de Falange, y si acató el decreto de Unificación, se rompió por completo, aunque los hijos de ambos no entendíamos el porqué y seguimos siendo amigos con una amistad sincera que todavía perdura. Don Manuel y mi padre olvidaron las diferencias políticas y poco antes de la muerte de mi padre volvieron a ser los amigos de siempre.
Los Flechas y los Pelayos juntos, utilizábamos el cuartel de los primeros, y desfilábamos cada domingo desde el cuartel a la Iglesia para oír Misa y después formar delante de la Cruz de los Caídos, que estaba frente al Ayuntamiento, donde ahora se ubica el busto de Sebastián Santos, para rezar un responso y cantar el Cara al Sol.
En la foto que han visto arriba, ante la verja que cerraba el antiguo cementerio, después jardin y ahora conocido como el Paseo Oscuro, hay dos flechas. Uno soy yo con poco menos de cinco años. Todavía se usaba el gorro que a partir de la Unificación en 1937 se cambió por la boina roja y yo había nacido en el 32. El otro es el perro, que realmente iba a ser el protagonista de este artículo, pero que por el deseo de explicar las circunstancias que muchos de mis paisanos no saben, lo he dejado para el final.
El perro, de nombre Flecha, fue la mascota de la organización, algo así como la cabra de la Legión. Lo había encontrado mi padre a los pocos días de haber sido liberado el pueblo por las tropas nacionales, solo y abandonado por la calle y a sabienda de que no pertenecía a ningún vecino, le llamó con un silbido amistoso. El perro acudió moviendo la cola y le siguió hasta casa, donde recibió algo de alimento, que por las apariencias, no había recibido en varios días. Con nosotros se quedó, vivió al menos siete años y con nosotros murió.
La primera vez que oyó la corneta que nos llamaba a los flechas al cuartel, salió corriendo y se presentó a filas. Se hizo amigo de todos y nos acompañó hasta la puerta de la Iglesia, donde esperó hasta que, terminada la Misa, volvimos a desfilar hasta la Cruz de los Caídos. Marchaba en fila con nosotros, delante de las banderas y detrás de los gastadores que abrían paso. Mientras se rezaba el responso y se cantaba el Himno permanecía quieto y firme como todos los demás. Como se sabe, aunque algunos quizás no lo sepan, al final del Himno se daban los rituales gritos de España Una, España Grande, España Libre, Viva Franco y Arriba España, que se contestaba por los flechas y el público en general. La sorpresa fue el día que el perro coreó con un potente ladrido, el grito de los asistentes. El hecho corrió de boca en boca y hubo gente que, por simple curiosidad, asistía al espectáculo del perro patriota.
Su paciencia con los niños era tal que jugaba con todos, se dejaba acariciar, empujar, montar por los más pequeños, acudía al trapo como si fuera un becerro y hasta dejaba que le tiraran del rabo. Solo cuando se cansaba o se le hostigaba demasiado, abría los dientes con un gruñido como diciendo ¡basta ya!.
Los flechas hacíamos instrucción militar en la plaza de toros a las órdenes del maestro Don José Arauz a la que acudía también el Flecha. Un día que uno de ellos se estaba portando mal, Don José se fue hasta él con intenciones de darle un tortazo. El Flecha se interpuso entre el niño y el instructor y con su gruñido impidió el pretendido castigo. Yo que estaba presente tuve que sujetar al Flecha, que siempre me obedecía y, a partir de ese día, cada vez que veía a Don José, le saludaba con un gruñido y este le tenía tanto respeto que, si alguna vez venía a mi casa, preguntaba si estaba el perro y no entraba hasta que le decíamos que estaba en el patio.
Iba con mi padre a todos lados, a la fábrica, al casino, al ayuntamiento y si no podía entrar, le esperaba pacientemente fuera. También le acompañaba en el coche, si viajaba solo, y una vez que lo dejó en casa, se escapó, corrió detrás, le alcanzó y saltó por la ventana para acomodarse en el asiento trasero. Tenía tal sentido, que podía oír la bocina del coche desde la distancia y avisarnos a la familia cuando lo sentía cerca.
Mi hermana y yo asistíamos a la escuela de párvulos de Doña Urbana que estaba en la casa de al lado de la que hoy es de mi hermano José María. Flecha nos acompañaba y se volvía solo a la Caldera para echarse en un rincón de la oficina de mi padre. La Caldera, como se conoce todavía, era lo que hoy es el Centro de los Jóvenes o Guadalinfo y entonces la fábrica de aguardiente. Allí esperaba toda la mañana y cuando el reloj de la Iglesia daba la campanada de la una, corría a esperarnos y cuando salíamos, volvía a avisar a nuestro padre de que ya llegábamos y regresaba hacia nosotros para acompañarnos en el último tramo. Pasábamos a ver a nuestro padre e irnos para casa y Flecha nos acompañaba todo el camino hasta ella y volvía solo, para seguir al lado de su amo. Nunca pudimos entender cómo un perro podía saber cual era la campanada de la una, sin equivocarse con las doce y medía o la una y media.
Solo tenía un defecto. No le gustaban los gatos y era un experto en acorralarlos, enfrentarlos cuando estos arqueaban el lomo y sacaban las uñas y esperar a que intentaran correr, en cuyo momento saltaba sobre ellos, los agarraba por el cuello, los sacudía y los dejaba muertos en el acto. Eso si, a los varios gatos que había en casa los respetaba, solo los echaba de la cocina o de la cochera donde el dormía y nunca mató a ninguno.
Tenía la mala costumbre de seguir y ladrar a los coches. Se decía que era porque los coches llevan el "gato" con el que se levantaban las ruedas para arreglar los pinchazos. Esto le costó la vida.
Estaba yo, ya con doce años, estudiando en Sevilla y viviendo en casa de mi abuela materna y venía al pueblo solo en las vacaciones de Navidad, Semana Santa y las de verano. Algunas veces iba o volvia con mi padre, pero otras lo hacía en el autobús de Casal solo, recomendado por mi padre al chofer de siempre, llamado Varela, que en la obligatoria parada en Valdeflores, me llevaba con él a la cocina de las Niñas de la Venta, para que tomara un refresco o un vaso de leche caliente en invierno. Esperando el autobús a la puerta del Bar Carmona con mis padres y como siempre el Flecha, vió este un coche aparecer en dirección a Sevilla y salió corriendo por la bajada a la carretera, sin ver que un camión venía en dirección contraria. Cayó ante las doble ruedas traseras que le pasaron por encima, dejándolo moribundo en la cuneta. Nunca olvidé la triste y última mirada del compañero y amigo que nos acompañó durante toda nuestra niñez. Creo que fuí llorando desconsoladamente las dos hora que duraba el viaje a Sevilla.
Y usted, estimado lector o lectora, dirá: ¿A qué vienen estos personales recuerdos de la niñez?. Pues viene a que cuando vamos para viejo, o ya hemos llegado, se recuerdan todas estas cosas de nuestra vida.
Y además porque estoy hasta los mismísimos de escribir sobre la desastrosa situación política a la que nos ha llevado Míster No.
El perro, de nombre Flecha, fue la mascota de la organización, algo así como la cabra de la Legión. Lo había encontrado mi padre a los pocos días de haber sido liberado el pueblo por las tropas nacionales, solo y abandonado por la calle y a sabienda de que no pertenecía a ningún vecino, le llamó con un silbido amistoso. El perro acudió moviendo la cola y le siguió hasta casa, donde recibió algo de alimento, que por las apariencias, no había recibido en varios días. Con nosotros se quedó, vivió al menos siete años y con nosotros murió.
La primera vez que oyó la corneta que nos llamaba a los flechas al cuartel, salió corriendo y se presentó a filas. Se hizo amigo de todos y nos acompañó hasta la puerta de la Iglesia, donde esperó hasta que, terminada la Misa, volvimos a desfilar hasta la Cruz de los Caídos. Marchaba en fila con nosotros, delante de las banderas y detrás de los gastadores que abrían paso. Mientras se rezaba el responso y se cantaba el Himno permanecía quieto y firme como todos los demás. Como se sabe, aunque algunos quizás no lo sepan, al final del Himno se daban los rituales gritos de España Una, España Grande, España Libre, Viva Franco y Arriba España, que se contestaba por los flechas y el público en general. La sorpresa fue el día que el perro coreó con un potente ladrido, el grito de los asistentes. El hecho corrió de boca en boca y hubo gente que, por simple curiosidad, asistía al espectáculo del perro patriota.
Su paciencia con los niños era tal que jugaba con todos, se dejaba acariciar, empujar, montar por los más pequeños, acudía al trapo como si fuera un becerro y hasta dejaba que le tiraran del rabo. Solo cuando se cansaba o se le hostigaba demasiado, abría los dientes con un gruñido como diciendo ¡basta ya!.
Los flechas hacíamos instrucción militar en la plaza de toros a las órdenes del maestro Don José Arauz a la que acudía también el Flecha. Un día que uno de ellos se estaba portando mal, Don José se fue hasta él con intenciones de darle un tortazo. El Flecha se interpuso entre el niño y el instructor y con su gruñido impidió el pretendido castigo. Yo que estaba presente tuve que sujetar al Flecha, que siempre me obedecía y, a partir de ese día, cada vez que veía a Don José, le saludaba con un gruñido y este le tenía tanto respeto que, si alguna vez venía a mi casa, preguntaba si estaba el perro y no entraba hasta que le decíamos que estaba en el patio.
Iba con mi padre a todos lados, a la fábrica, al casino, al ayuntamiento y si no podía entrar, le esperaba pacientemente fuera. También le acompañaba en el coche, si viajaba solo, y una vez que lo dejó en casa, se escapó, corrió detrás, le alcanzó y saltó por la ventana para acomodarse en el asiento trasero. Tenía tal sentido, que podía oír la bocina del coche desde la distancia y avisarnos a la familia cuando lo sentía cerca.
Mi hermana y yo asistíamos a la escuela de párvulos de Doña Urbana que estaba en la casa de al lado de la que hoy es de mi hermano José María. Flecha nos acompañaba y se volvía solo a la Caldera para echarse en un rincón de la oficina de mi padre. La Caldera, como se conoce todavía, era lo que hoy es el Centro de los Jóvenes o Guadalinfo y entonces la fábrica de aguardiente. Allí esperaba toda la mañana y cuando el reloj de la Iglesia daba la campanada de la una, corría a esperarnos y cuando salíamos, volvía a avisar a nuestro padre de que ya llegábamos y regresaba hacia nosotros para acompañarnos en el último tramo. Pasábamos a ver a nuestro padre e irnos para casa y Flecha nos acompañaba todo el camino hasta ella y volvía solo, para seguir al lado de su amo. Nunca pudimos entender cómo un perro podía saber cual era la campanada de la una, sin equivocarse con las doce y medía o la una y media.
Solo tenía un defecto. No le gustaban los gatos y era un experto en acorralarlos, enfrentarlos cuando estos arqueaban el lomo y sacaban las uñas y esperar a que intentaran correr, en cuyo momento saltaba sobre ellos, los agarraba por el cuello, los sacudía y los dejaba muertos en el acto. Eso si, a los varios gatos que había en casa los respetaba, solo los echaba de la cocina o de la cochera donde el dormía y nunca mató a ninguno.
Tenía la mala costumbre de seguir y ladrar a los coches. Se decía que era porque los coches llevan el "gato" con el que se levantaban las ruedas para arreglar los pinchazos. Esto le costó la vida.
Estaba yo, ya con doce años, estudiando en Sevilla y viviendo en casa de mi abuela materna y venía al pueblo solo en las vacaciones de Navidad, Semana Santa y las de verano. Algunas veces iba o volvia con mi padre, pero otras lo hacía en el autobús de Casal solo, recomendado por mi padre al chofer de siempre, llamado Varela, que en la obligatoria parada en Valdeflores, me llevaba con él a la cocina de las Niñas de la Venta, para que tomara un refresco o un vaso de leche caliente en invierno. Esperando el autobús a la puerta del Bar Carmona con mis padres y como siempre el Flecha, vió este un coche aparecer en dirección a Sevilla y salió corriendo por la bajada a la carretera, sin ver que un camión venía en dirección contraria. Cayó ante las doble ruedas traseras que le pasaron por encima, dejándolo moribundo en la cuneta. Nunca olvidé la triste y última mirada del compañero y amigo que nos acompañó durante toda nuestra niñez. Creo que fuí llorando desconsoladamente las dos hora que duraba el viaje a Sevilla.
Y usted, estimado lector o lectora, dirá: ¿A qué vienen estos personales recuerdos de la niñez?. Pues viene a que cuando vamos para viejo, o ya hemos llegado, se recuerdan todas estas cosas de nuestra vida.
Y además porque estoy hasta los mismísimos de escribir sobre la desastrosa situación política a la que nos ha llevado Míster No.