Así se llamaba aquel pastor alemán, que fue mi fiel amigo y leal compañero desde mis cuatro años de edad hasta los once. A los pocos días de la liberación de mi pueblo, el 15 de agosto del 36, mi padre encontró al perro deambulando, solo y perdido. Le gustaban los perros y sabía que no pertenecía a nadie del pueblo, por lo que lo llamó lo acarició y el perro le siguió a casa en donde le dio algo de comer y agua. Allí se quedó hasta su trágica muerte siete años más tarde.
No necesitó entrenamiento ninguno. Aprendía ordenes, como: "a dormir","al patio", "vamos", "échate","silencio" y otras cosa sin que hubiera que repetírselas. Tenía su dormitorio en la cochera y durante el día su rincón dentro de casa o en el patio en el verano. Su inteligencia era extraordinaria y con tres niños en la casa aprendió a cuidarnos, guardarnos, protejernos, jugar con nosotros y aguantar alguna que otra inocente perrería sin enfadarse. Esto lo amplió a nuestros amigos y a todos los niños del pueblo, hasta el punto que jugaba con cualquiera como si lo conociera de toda la vida. Solo cuando alguno se pasaba y le molestaba, gruñía y enseñaba los dientes, que era más que suficiente.
La primera vez que oyó la trompeta llamando a los flechas al cuartel que estaba en una casa junto al ayuntamiento, se fue hacia allá y se convirtió en la mascota de los flechas, desfilando en posición entre los gastadores y las banderas. Así le pusimos el nombre de Flecha pues era uno más de nosotros. Esa actitud, un miedo cerval que tenía a los cohetes y una cicatriz que tenía en el lomo, como de una bala que le hubiera rozado,nos convenció de que había servido en el ejército y por alguna razón había desertado de aquella terrible guerra. Prefería la paz.
Le cogió tanto cariño a los flechas que un día, haciendo instrucción en la plaza de toros, bajo el mando del maestro Don José Arauz Bayo, que junto con Doña Mercedes Zárraga, tienen calles dedicadas en el pueblo, casi ataca al instructor porque se fue hacía un niño a pegarle porque estaba haciendo diabluras. Yo me salí de la fila para calmar a Flecha y desde entonces le cogió tal manía a Don José que cada vez que lo veía, le gruñía y le enseñaba los dientes. Nunca le atacó pero Don José tenía mucho cuidado de no acercarse.
Cuando los domingos íbamos a Misa en formación, desfilaba con nosotros por todo el camino y esperaba pacientemente a la puerta hasta que terminada la Misa salíamos para ir a la Cruz de los Caídos a rezar un Padre Nuestro y cantar el Cara al Sol. Para sorpresa de todos los asistentes, a las tres o cuatro veces y al llegar a las voces rituales de ¡España! ,¡Una!, ¡Grande! ,¡Libre! ,¡Viva Franco! y ¡Arriba España!, el perro contestó con sus ¡Guau! a la par que los asistentes. Aquello se convirtió en un verdadero espectáculo cada domingo y empezaron a acudir curiosos que no se lo creían.
Mi hermana y yo empezamos las clases infantiles en la escuela de Doña Urbana, que estaba junto a la plaza de toros en la casa que ahora pertenece a los Macias. La fábrica de aguardiente propiedad de mi tío Francisco y mi padre estaba al otro lado de la plaza y Flecha pasaba la mañana en el escritorio con mi padre. Cuando oía la una en el reloj de la iglesia (nunca pude explicarme cono nunca confundía la campanada de las doce y medía), salía como lo que era, una flecha, a esperarnos a la salida de la escuela y acompañarnos hasta donde estaba mi padre, para desde allí irnos a casa a comer.
Unos años más tarde, después de pasar el examen de ingreso a los diez años, me llevaron a Sevilla a estudiar el bachillerato en el colegio de los jesuitas. Vivía en casa de mi abuela materna y solo venía al pueblo en las vacaciones. Flecha me recibía siempre con gran alegría y cuando me marchaba otra vez, se quedaba triste y sin ganas de jugar con mis hermanos, según me contaban mis padres. Solo tenía un defecto. Atacaba y perseguía a los pocos coches que en aquellos años circulaban por nuestras calles y carretera, pero conocía la bocina del coche de mi padre a larga distancia y cuando la oía, nos avisaba con un ladrido y corría a la puerta de la casa a esperarle. Cuando mi padre salia de viaje, teníamos que sujetarle y una vez que se nos escapó corrió al lado del coche y viendo una ventanilla abierta, saltó y se colocó en el asiento trasero.
En aquellos años había restricciones de gasolina que estaba racionada como muchos de los artículos de primera necesidad, como el pan y los garbanzos, por lo que cuando yo iba al colegio hacia el viaje (al menos dos horas y algo) en los autobuses de la Empresa Casal a los que la gente le llamaba "el saurer"; pronunciación española de la marca del autobús. El chofer Varela, se hacía cargo de mi y me llevaba con él a la cocina de la venta de Las Niñas en Valdeflores para invitarme a un vaso de leche con una magdalena, mientras el resto de los viajeros desayunaban en el bar. Mi tía Isabel me esperaba en la estación de autobuses del Prado de San Sebastián para llevarme a casa de mi abuela.
Esperando un día el saurer, que paraba en el Bar Carmona, con mis padres y Flecha, este vio venir un coche y se tiró a la carretera a perseguirlo sin darse cuenta de que en dirección contraria venia un camión que lo arrolló, pasándole las ruedas traseras por encima y matándolo casi de inmediato. Nunca he olvidado los quejidos dolorosos y la mirada angustiada de Flecha agonizante. Creo que fui llorando hasta Sevilla.
Al cabo de sesenta y ocho años, creo que Flecha se merece este pequeño recuerdo como homenaje a un entrañable amigo de cuatro patas.